“Siempre he deseado ser una santa, pero, por desgracia, siempre he constatado, cuando me he parangonado a los santos, que entre ellos y yo hay la misma diferencia que hay entre una montaña, cuya cima se pierde en el cielo, y el grano de arena pisoteado por los pies de los que pasan. En vez de desanimarme, me he dicho: el buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad.” («Historia de un alma»).
He aquí las palabras de una joven originaria de Alençon que, en plena primavera de la vida, alcanzó las cumbres de esa santidad que tanto ambicionó desde la más tierna edad. Si nos detenemos en la segunda mitad del párrafo, podemos advertir que la autora del caminito de la infancia espiritual reconoce, con humildad y acierto, el origen de una aspiración tan elevada y sublime: Dios.
A lo largo de las centurias, y en las más diversas latitudes del orbe, el Señor ha inspirado el deseo de conquistar las cimas eternas para llegar, luego del arduo combate, a la visión beatífica. Casi treinta años después de que Teresita cumplió su sueño (30 de septiembre de 1897), Dios suscitó el mismo deseo de ganar el Cielo en un muchacho mexicano que, curiosamente, tenía la misma edad –catorce años– que la Santa francesa cuando tomó la irrevocable decisión de solicitar su ingreso a la Orden del Carmelo y cuando viajó a Roma para solicitar al Sumo Pontífice de aquel tiempo, León XIII, el permiso para un anhelo que muchos juzgaron descabellado.
“Mirando al Cielo” es una película dirigida por Antonio Peláez y producida por su esposa Laura Díaz, inspirada en la vida de este adolescente tan singular y heroico. Su nombre era José Sánchez del Río. Nació el 28 de marzo de 1913, en la villa de Sahuayo de Díaz, al noroeste del estado de Michoacán. Cuando contaba apenas trece primaveras, su país se vio sacudido por el clímax de una persecución anticatólica sistemática que, habiéndose prolongado por más de una década, se había institucionalizado y legalizado a través de una serie de reformas al Código Penal[1] que, en resumidas cuentas, tornaron imposibles la práctica de la religión cristiana y el ejercicio del sagrado ministerio sacerdotal. Los cultos fueron suspendidos por el Episcopado como última medida de protesta. Por fin, agotados los recursos pacíficos y legales, estalló la resistencia armada por parte de incontables seglares, la mayoría de ellos campesinos. El gobierno masón, con desprecio, los llamó “cristeros” por su grito de batalla: “¡Viva Cristo Rey!”
José, mejor conocido como Joselito, no fue ajeno ni al levantamiento armado ni al martirio de numerosos sacerdotes y laicos. Por un lado, dos de sus hermanos se unieron a las tropas cristeras locales; por otro, Sahuayo fue duramente castigado por su apoyo a la lucha católica. Las ejecuciones públicas, tanto de cristeros como de civiles, se tornaron una escena cotidiana.
Ante tales barbaries e injusticias, ante los ataques crecientes y cada vez más crueles en contra de la Iglesia, de sus ministros y de los fieles, un deseo pujante, apasionado e incontenible, tanto que llegó el momento en que su pecho generoso no lo pudo contener: ¡él también quería defender a Cristo Rey y unirse a las huestes católicas! Aunque sabía, como Santa Teresita, el dolor paterno que, humanamente hablando, causaría, no se desanimó. Ya acercándose el verano de 1927, pidió permiso a sus papás para alistarse con los cristeros.
La respuesta, como cabía esperar, fue una negativa categórica. Tal como le había ocurrido a Teresita, el sueño parecía a todas luces ilógico, imprudente, sin pies ni cabeza, desatinado. ¿Cómo era posible que un joven que no había cumplido ni siquiera quince años aspirara a tal hazaña? Aparte, era comprensible que don Macario y doña María se rehusaran, y no sólo por tener a otros dos retoños en las filas de combate, ni tampoco por ser José el penúltimo hijo[2], sino el temor natural a perderlo también.
Los señores, que dicho sea en su honor era fervientes católicos, intentaron disuadirlo con todos los argumentos a su alcance. Sin embargo, impertérrito, José los desarmó al revelar su verdadera motivación, su auténtico sueño, el objetivo real y último de su valiente deseo: obtener el Paraíso. He aquí sus palabras, que han trascendido el tiempo: “Nunca como ahora ha sido tan fácil ganarse el Cielo”. ¡Qué palabras tan llanas pero al mismo tiempo tan profundas! Ante su insistencia, los autores de sus días ofrecieron al más pequeño de sus hijos varones al Señor.
“Mirando al Cielo” muestra que Dios, en efecto, no aspira aspiraciones incapaces de ser cumplidas, sino que, si el alma corresponde a la gracia, brinda la fortaleza y el valor necesarios para perseguir tales ideales y, sobre todo, saber vivir y morir por ellos. Se trata de un filme bellamente realizado que sabe unir la hermosura de técnicas cinematográficas bien ejecutadas con la grandeza de un mensaje edificante y pletórico de virtudes. Los aspectos visuales, evidentemente cuidados a lo largo de dos horas de duración, se conjuntan a semejanza de un magnífico rompecabezas para contar, de manera hábil y conmovedora, sin caer en sentimentalismos, morbo o exageraciones, la historia de un chico que supo vivir y morir por lo que más amaba: Dios y la Iglesia Católica, de quienes fue hijo fidelísimo. Y su recompensa fue acorde a los méritos que ganó: la Bienaventuranza eterna.
“Quiero buscar el medio de ir al Cielo por un camino bien derecho, muy breve”, escribió Santa Teresita en el mismo fragmento que citamos al principio. En el caso de Joselito, esta senda no fue la infancia espiritual, sino otro que, como ésta, implica una gran coherencia de vida y una fidelidad inquebrantable en Dios: el martirio, la gracia que conlleva, de forma inherente, la más grande de todas: la perseverancia final.
Ahora bien, como lo plasma muy acertadamente “Mirando al Cielo”, la decisión de no fue sencilla. Por el contrario, y como el espectador puede ver con detalle a lo largo del metraje, no sólo le costó el sufrimiento de sus padres y la pena humana de dejarlos atrás, sino peligros, sobresaltos, una humillante captura, maltratos, golpes, insultos sin cuento, torturas atroces y un suplicio lento y refinado. Con todo, sin lugar a dudas, valió –y sigue valiendo, pues la sangre de los Mártires es fructífera semilla de cristianos– completamente la pena.
“Mirando al Cielo”, en fin, es una película que nos enseña, a través de una bella narración audiovisual y un guión óptimamente escrito, en general apegado a los sucesos históricos, que cuando el Señor inspira buenos deseos, otorga la fuerza necesaria para llevarlos a la realidad. Lo único que nos pide, ligado al libre albedrío, es que correspondamos a su gracia.
Mientras meditamos en esta cuestión de vida o muerte, de sempiterna felicidad o de eterna desdicha, los instamos y animamos a ver la película. Creemos, sin temor a equivocarnos, que el boleto será una espléndida inversión, no sólo monetaria, sino espiritual. Y más en estos tiempos en los que reinan la degradación y el relativismo moral, el laicismo y el indiferentismo, y en los que somos asediados por materiales visuales, cinematográficos y auditivos creados para corromper nuestras almas, nuestras mentes y nuestros corazones, aun desde la más tierna edad.
Afortunadamente, gracias a Dios, todavía existe buen cine católico, y también se siguen contando historias que nos motivan en la lid contra los tres enemigos jurados del hombre: mundo, demonio y carne. El llamado a la santidad nos fue hecho desde el día de nuestro Bautismo; todos estamos destinados al Cielo. Decía Santa Teresita que la tierra es nuestro navío, no nuestra morada. Ahora, sólo falta que, a semejanza de ella, de San Joselito y de todos los Santos de la Historia –incluso los que no han sido elevados a los altares pero que ya gozan de la visión y posesión de Dios–, el Paraíso sea nuestro más querido y ardiente sueño.
El ejemplo a seguir está dado. ¿Cuál será nuestra elección?
Helena Judith López Alcaraz.
[1] Mejor conocidas como “Ley Calles”.
[2] En total fueron siete hijos: María Concepción, Macario, María Luisa, Guillermo, Miguel, Joselito y Celia.